A 41 años del momento más oscuro de la historia argentina del siglo XX, seguimos reafirmando nuestro compromiso con la memoria, la verdad y la justicia.
Quienes somos parte de las generaciones que estudiaban en la Universidad de La Plata en esa época, somos parte viva de esa historia y nuestro recuerdo no sólo alimenta el relato y sostiene la memoria, sino que permite darle un fundamento a lo que tenemos que pensar de ahora en más y pensar como futuro. Ésta es nuestra obligación y nuestra vocación.
Muchos de nosotros perdimos amigos, hermanos, parientes. Pero sobre todo perdimos
una parte de nosotros mismos. Los estudiantes cuando venimos a la universidad nos vamos construyendo como un colectivo común, vivimos cosas juntos, las sufrimos, las soñamos, las disfrutamos.
En aquella época nos imaginábamos creciendo en la universidad y haciéndola parte de nuestra vida. A los 20 años, cargados de utopìas e ideales era el mejor momento para soñar de la mejor manera el país y nuestro futuro.Todo eso se destruyó. Fuimos una generación que tuvo que resetearse en ese pensamiento y eso también se trasladó a la universidad. Es decir, la universidad se refundó en este último período democrático.
En ese doloroso momento que constituye esa etapa de pérdidas, represión y muerte, se encuentra el material más sólido para armar los cimientos de la universidad como institución pública al servicio de la sociedad y de nuestro pueblo. Debemos involucrarnos en imaginar el futuro, y nuestro primer aporte en este sentido debe ser pensar cómo formar a nuestros alumnos, más allá de educarlos: cómo formarlos como ciudadanos, cómo ayudarlos a formar sus valores, cómo impulsar el espíritu crítico de cada uno y tolerarlo. Esa tolerancia y convivencia forman parte del desafío de la construcción democrática en la universidad pública.
Quizá la universidad con su cogobierno (concebido en la Reforma Universitaria y sostenido hasta hoy) sea la institución donde la democracia se expresa de la manera más compleja. Donde alumnos, docentes, no docentes, profesores y graduados, expresan, debaten y deciden de igual a igual. Todo esto es una construcción compleja, y es el perfecto contraste con esa intolerancia de esos tiempos, cuando la imposición del pensamiento único volvía reactivo cualquier ideal de progreso, de desarrollo y de solidaridad. Justamente por eso la universidad tiene que ser el espacio donde el pensamiento diverso encuentre la mayor fertilidad, y no nos tenemos que asustar de la turbulencia en la vida universitaria. Hace rato que aprendimos a desconfiar de aquellos que ven desorden en el ruido y paz en el silencio.
Eso no es la universidad. Desde esa condición tenemos que animarnos a protagonizar el futuro, y esto significa volver cada vez más inclusiva a la universidad: que haya más chicos ingresando, quedándose y egresando de la universidad. Animarnos también a protagonizar los procesos de generación de conocimiento. En América Latina y en Argentina es la universidad pública la que aporta a la producción de nuevos conocimientos, y éstos son la única oportunidad de desarrollo genuino que tiene un país. Con lo cual, la apuesta a la educación es una apuesta compleja y diversa, y nosotros como universidad tenemos que aceptarla y debemos entender que tenemos que estar con la comunidad en los temas de todos los días.
La extensión no es solamente una parte del discurso de la Reforma del ‘18, sino que tiene hoy una decodificación en donde transformar a la universidad en el espacio de debate de los temas que le preocupan a la sociedad como espacio natural. Sacarla y llevarla hacia los lugares más diversos de vida comunitaria pasan a ser un aspecto fundamental de la formación de nuestros alumnos y de nuestra propia formación. Con lo cual, lo que nos toca a nosotros es enseñar en la universidad y seguir aprendiendo como siempre.
Se trata de comprender esta lógica, comprender el verdadero valor de la memoria, sobrepasar el dolor del recuerdo pero entenderlo como el fundamento máximo de un proyecto vivo de universidad pública.